No deja de asombrarme esa evidencia, hoy tan cotidiana, de que la vida se gasta. Hacerse mayor. Dejar de estar cuando menos lo esperas o simplemente dejar de apuntar lejos para apuntar tan solo a mañana como mucho. ¿Estas ya preparada para reunirte con tu dios? Le pregunta a la maestra el chaval que la va a asesinar en la primera página de Acción de gracias de Richard Ford. Y la maestra tiene que hacer un balance rápido e irreal de si todo lo que ha vivido ha merecido la pena, debatir en tres segundos las cosas que le quedan por hacer en el conocimiento certero de que ya no va a poder hacerlas.
No es que estos momentos de niebla me hayan derivado hacia una borrachera de intensidad, no me creo tan especial de ver diáfano lo turbio ni creo tener una capacidad especial para poner palabras a sentimientos que cualquiera podría tener, pero sí que me perplejo, me perplejo mucho en esa conversación disonante que tengo a diario con ese tipo llamado yo y que me lleva últimamente a pensamientos que no sé si son nuevos o simplemente no me veía lo suficientemente aludido para reparar en ellos.
No es que me haya pasado nada concreto que me haya cambiado la vida: no he perdido a nadie en esta degollina silenciada con aplausos, no me han echado del trabajo, no se ha hundido la empresa familiar; mi mujer todavía me aguanta como habitante de la cama de al lado, los gatillazos todavía se mantienen en una relación aceptable de éxitos partido por intentos y mis hijos se desenvuelven en esa etapa adolescente en la que las decepciones y la desidia van construyendo sus futuros. Nada de eso ha pasado pero todo puede ser, todo ello se ha manifestado como susceptible de poder suceder, nada se ha roto pero todo se ha hecho endeble y vulnerable.
Hace unos años escribía un cuento agrio y vengativo sobre las personas que dejan escapar los años que van desde los 45 a los 65 tan solo dejándose ir; hoy que ya voy por la mitad del segundo cuarteto, me persigue la sombra de aquel cuento como un ladrón en la oscuridad. A veces pienso que estaba equivocado y que esta etapa no es sino un periodo de reconciliación con las derrotas, otras, sin embargo, se me come el sentimiento de creer que estoy perdiendo el tiempo, malgastando las horas en pequeñas desidias engordadas en vano como las pompas de jabón del titiritero del parque.
En este estado de las cosas, en esta preparación del terreno para construir la casita efímera del cerdito remolón, en esta soledad de blancanieves bajo la mirada acechante de mil madrastras, en esta incertidumbre, en este polvo de sobremesa acompasado y amenazado por el estallar de las bombas que caen en esta república asediada en esta guerra de mierda, en esta farsa de sinverdades contadas en el noticiero, en este parte diario de muertos y quiebras, aquí me encuentro jadeante, imagino que como todos, esperando que escampe. Entiendo a la gente que se rompe porque ya no puede aguantar más. Qué petulancia tienen los avatares para representarse como irremediables. Qué fugacidad los años para aparentarse como minutos del descuento.
Me echo la culpa por leer demasiado, por recurrir a la pasividad estética de ir pasando las hojas,de ver el cuadro mientras corre fuera lo real. Como el trabajador de nueve a cinco que una mañana de jueves que no va a la oficina y descubre el devenir cotidiano de su barrio y se da cuenta de lo que se está perdiendo entre las paredes de papel. Tampoco creais, nada especial: acompañar a los hijos en los suspensos merecidos, ir al mercadillo a comprar cuarto y mitad de mortadela, hablar con el frutero, darle consejos legales inservibles a la cuarentona de la tienda que se quiere divorciar, mirarle los pechos a la nueva camarera del bar, enredarse en la biblioteca con los cuentos de Sepulveda y Castán y volver a casa, solo eso, sin más.
No me hagáis mucho caso, igual es que no he bebido, digo vivido lo suficiente y tengo una especie de añoranza de normalidad.