Ya desde niño, cada vez que la melancolía de la ciudad se empeña en hacerme el horizonte más difuminado y la vida más angosta, necesito con urgencia acercarme al mar. Me siento sin prisa y sin deberes en la bocana del puerto y veo entrar y salir barcos por un tiempo que se me hace indefinido. No pienso en el océano abierto, ni siquiera en singladuras por mares lejanos, pienso más bien en llegadas a países de nombres inventados donde encontrar vidas que me abran nuevos argumentos para mis cuentos. Sorprendentemente solo las estaciones de metro tienen para mí, un efecto semejante. Es como si un nudo se fuera enredando y desenredando con las historias posibles de todos los que pasan. Ante tanta inmensidad me hago pequeño y de alguna manera parece que sintiera la extrañeza de ser humano.
Sentarse frente al mar tiene para mí, un efecto de recreación como la que nace en las madrugadas de vigilia como la de hoy en las que escribiendo y escribiendo te sientes el rey del mundo. Todo es posible. Dibujas dioses que hagan más fuerte tu ateísmo y pintas menudencias que se convierten en nuevos ídolos; redactas diálogos imaginados para las situaciones mas tensas capaces de enfangar mañanas. Respiras más fuerte. Y sabes que puedes trivializar sin dificultad problemas irresolubles y al mismo tiempo hacer trascendentes las nimiedades.
Se viven esos momentos de manera tan fuerte, percibes con tanta intensidad eso que algunos llaman yo, que te emborrachas de egocentrismo y trascendencia y construyes futuros recuerdos a fuerza de imaginarlos.