A mi,
sinceramente, me cuesta reconocer el San José triste y suburbano que cuenta del
Molino en La mirada de los peces, pero es cierto que dos vecinos asomados a la
misma ventana pueden ver la misma calle de dos formas distintas. La mirada de
los peces es un libro excelente, pero además es un libro que habla de mi casa,
de mis bares, de mi barrio del entorno que he visto toda mi vida y así, claro,
es difícil opinar con justicia de un
libro.
Tras los
primeros capítulos me cabreé mucho, muchísimo y saqué los colmillos afilados
dispuestos al despelleje inmisericorde del hiperbólico vecino del Molino; pero
luego, es cierto que página a página me he ido reconciliando con él y he llegado
al indubitado aplauso final. Su parte del barrio no es exactamente la mía,
tiene nueve años menos que yo (esto creo que importa poco) y en fin que después
de cuatro generaciones de mi familia en San José es imposible que yo sea ni mínimamente
objetivo cuando se habla de él.
Pero bueno,
realmente da igual que el barrio que narra del Molino sea pero no sea mi barrio
(yo ya me entiendo), lo verdaderamente bonito es que sea tan parecido al barrio
de cualquier juventud, probablemente al barrio imaginario de todas las
juventudes. Sus sueños, sus amores sutiles, sus referentes personales, sus
extrañezas y sus utopías; y sobre todo la forja del carácter: los aconteceres y
las personas que labran a cincel tu personalidad y en esto da igual que seas de
Zaragoza y San José o seas de Mondoñedo. Porque los límites territoriales del
barrio de nuestra juventud son los límites de nuestros recuerdos. Y estos
recuerdos los rehacemos a nuestro antojo para poder construirnos un pasado
coherente o cuanto menos presentable a quien queremos ser ahora.
Y es de
esto de lo que habla el libro y no tanto de su profesor de filosofía de BUP (articulista
ácido y existencialista que tras gastar los últimos años de su vida en la
política de escraches optó por el suicidio). Aramayona es solo el enganche que
le lleva a sus diecisiete pero ni mucho menos el protagonista. No hagáis caso a
las contraportadas. Aunque lo parezca, del Molino no habla del profesor, ni
siquiera de su relación con su profesor, sino de la relación con su pasado,
bueno con la forma en que recuerda su pasado; y es precisamente en la voluntad de
reencontrarse con ese pasado cuando se encuentra con su profesor. En fin que
cada uno gestiona la relación con su juventud como le da la gana y por eso yo
no tengo derecho a decirle al autor si San jose es como lo describe o no. Así
que si lo quiere imaginar triste y marginal que así sea. Aunque, creedme, no lo
es.
Del
molino escribe aquí, salvando las distancias, con esquema semejante a su genial
La hora Violeta que ya reseñé. La muerte (en este caso del profesor, entonces
de su hijo) le lleva a contar sus días, le permite rememorar su barrio, sus amigos
en los 90 y a reflexionar cómo las personas que nos han rodeado y se han ido marchando
nos han forjado tal y como somos.
Yo
también fui al Ifi (y luego al potoka), tome la antepenúltima en la plaza de
los calderos, la penúltima en la gruta o en el de las bombillas por Maria
Moliner (antes Millán Astray) y compartí con Viveiro y sus amigos las últimas
fiestas salvajes del patrón de veterinaria en santa compaña con batasunos luego
encarcelados y tierna amistad con vascas aun mas peligrosas que éstos aunque por
razones distintas. Pero nosotros éramos entonces ya conscientes de que llegábamos
tarde y de que el 89 ya no era la transición, ni la movida promovida por el
ayuntamiento, ni el sarri sarri, ni el mierda de ciudad. Era otra cosa y
venderlo como una época rebelde pues no se ajusta a la realidad exacta. Creo que
del molino también se da cuenta de eso y de que aquellas revoluciones
imaginarias de plastilina y corchopan son tan bonitas en el libro como hinchadas
por su memoria. Ahora bien si aquellas insurrecciones tardías de hoja
parroquial y revista colegial sirven para escribir una historia tan bonita como
la que describe pues mucho rato.
Todos
tenemos una Andrea que recordar, un pueblo dónde sentirse extraño y urbano, un
profesor de filosofía que nos hable de la vida y del suicidio, noches de porros
y birras, cuadernos de cuentos que escribimos borrachos al volver a casa. Eso
sí sólo algunos zaragozanos ( no don Sergio) sabemos lo que es salir a la ofrenda
a los diecisiete vestido de baturro con una resaca de morirte a cada paso y que
encima lo hagas porque te da la gana. (De mis aconteceres en la ofrenda ya he hablado en otro post)
Quizás
también eso sea la libertad y también de eso se habla en la memoria de los peces:
hacer cosas incomprensibles para los demás porque te da la gana, por una
coherencia no pedida, o por razones personales difíciles de traducir. Todo se
resume en la extrañeza de ser joven, la preciosa rareza de poner los cimientos
de eso que somos hoy sin comprender lo que éramos entonces.
No conocí
al profesor, al margen de la lectura de alguno de sus artículos que aun
discrepando en mucho me gustaban. Solo he tenido un encuentro tangencial y post
mortem con Aramayona. Circunstancias de esas en las que por más que hice lo que debía, no
hice exactamente lo que hubiera querido hacer. La obediencia debida exime del reproche
pero no de la vergüenza. Y quizá sea por eso que me queda un regusto
avergonzado cuando escucho hablar de él, lo que también he sentido al leer el
libro. El autor de La hora violeta se cabrea de que la política ultravioleta de la tele le haya robado a su viejo profesor, pero amigo la
política está robando todo en todos los barrios y en todas las partes.
Lo dicho,
leéroslo, es un excelente libro, pero si sois de San José en algunos capítulos
os podéis cabrear un rato. Avisados estáis.
PS-. Al hilo de este post me han venido tantas cosas a la cabeza para contar de mi barrio. puffff lo he dejado para otros post porque, dada mi tendencia al divague, podría haber sido más largo el post que el propio libro. Las mañanas que me cruzaba con las zagalas que iban al insti del autor, mi carnet del Rayo San José, nuestras apasionantes partidas de Oca Borracha en el Garate, las fiestas del patron en veterinaria, el grupo de jota de mi madre en los locales vecinales, mi parroquia de curas rojos... Lo dejo para otros post.
Otras reseñas de libros de Sergio del molino: La Hora Violeta