sábado, 21 de abril de 2018

El arjé y lo liquido



No sé si lo líquido es lo efímero, lo que fluye, lo variable
quizá también lo intrascendente, lo leve, lo fungible, 
lo pasajero,lo cambiante, lo eventual, lo precario, 
lo contingente, lo promiscuo, lo indeterminando,
lo que no tiene margen ni frontera
lo que no es concepto, lo relativo, lo consumible
lo superficial, lo obsolescente, lo inmediato,
lo provisional
la incertidumbre, lo intuitivo, lo transitorio, lo inestable,
lo desquilibrado,
lo parcial, lo temporal, lo transitorio, lo voluble
lo que se derrama, lo que se satura, lo que empapa, lo que colapsa,
lo que rebosa, la complejidad, la hipertextualidad, lo que excede,
lo que reitera, lo que cansa, también puede ser lo virtual
lo accidental, lo frágil, lo labil
y en fin todo lo que se escapa.


sábado, 14 de abril de 2018

Cuarenta y siete segundos. Un cuento



Hoy han robado el semáforo de la esquina donde tantas mañanas me robaste el saludo y las ganas de morir. No sé si recuerdas a Steve Cunningham, aquel poeta del barrio que en verdad se llamaba Aquilino Martín. En el lugar del semáforo han montado un catalogo de mentiras y un cartel publicitario con suspiros de neón y por eso me he acordado de él y de ti. Steve vestía gabardina larga, tirantes de colores y cubría sus ideas con gorra de tranviario intemporal. Tu y yo nos reíamos de él sin conocernos pero creando entre nosotros una complicidad invisible y cercana.
Todas las mañanas de aquel año ochenta y ocho, yo acompasaba la velocidad de mi despertar a tu posterior saludo y si apresurado me adelantaba, retardaba mi llegada con una conversación intrascendente con el portero sobre la lluvia o el futbol. Descubrimos más tarde, ya veréis, que Steve Cunningham escribía poemas; no tendría entonces más de cuarenta y siete pero se nos representaba un hombre maduro en ese momento en el que la vida dobla los recuerdos en cuatro trozos y los mete en un sobre sin membrete ni dirección.
No sé en qué momento empezamos a saludarnos cada mañana, quizá fuera de tanto vernos, quizá de tanto esperarnos. Nunca hablábamos, solo nos prestábamos una sonrisa y un hasta luego que nos duraba el día entero. Tu andabas hacia el instituto en donde se miraban los peces y yo hacia la esquina donde paraba el autobús del cole con destino al más allá. Tendríamos no más de diecisiete y como reza la canción, intentábamos descifrar signos sin ser sabios competentes al tiempo que descubríamos cada mañana que no hay amor más intenso que el que deja soñar a la incertidumbre.
A las siete y treinta y cinco cruzábamos la avenida cada uno desde su lado y observábamos el reloj del banco donde trabajaba Cunningham para asegurarnos de que el mundo no se había adelantado. El semáforo duraba cuarenta y siete segundos exactos, lo sé de tanto contarlos. Mientras esperaba, me mirabas y te miraba con tu camisa amplia y tu sonrisa a medio despertar y jugaba a contener el aliento hasta saludarte al cruzar. “adiós, hasta luego”. Nunca nos dijimos nada más. El poeta urbano nos miraba todos los días de soslayo, con esa mueca templada y añorante de querer recordar algo o de quizás de quererlo olvidar.



Pasaron las lluvias, las luces de navidad, la niebla de febrero, el suave relente que anticipa marzo en esta ciudad sin primaveras y yo creo que fue en abril, en uno de esos días cotidianos que se disfrazaban de domingo debido a las huelgas estudiantiles que montabais, cuando mi madre me mandó al banco a ratificar estrecheces y disponer de dos duros. Allí estaba Aquilino, alias Cunningham, vestido de tres por ciento, le sonreí generoso, en reconocimiento a su contribución matutina a nuestras risas emparejadas. “antes de salir ven, me dijo, tengo una cosa para ti.”Y me regaló un libro de portada sencilla con su nombre en extranjero, muchos versos y al final un cuento de tres carillas. También le he regalado uno a ella, me dijo. Le di las gracias y le prometí leerlo en cuanto tuviera un rato antes del final de curso que se acercaba.
En el mes de mayo dejamos de vernos. La selectividad se comía nuestros días con ese afán mentiroso de quien te promete un futuro hecho de corchopán. Algún día nos cruzábamos pero nuestra sonrisa de esas semanas por más que fuera cariñosa escondía el mismo vacío hueco que ocho horas en una cadena de producción. Estábamos en otro lado, yo repasaba en mi camino listas imposibles de declinaciones en latín y ella tenía el teorema de Bayes en el saludo y  la sonrisa de integral.
Al final todo fue bien o al menos aprobamos y mi amigo Vitallé me invitó a una fiesta pija al club de tenis donde celebraríamos el fin de curso y la selectividad. Por aquel entonces yo era un empollón indisimulado y un borracho a tiempo parcial. Aquella noche recuerdo que sonaban canciones de los nikis, camino a Soria y visita nuestro bar y no paré de beber cervezas intercaladas con espirituosos tipo ron con lima y güisqui con sevenup.
Nos lo habíamos pasado muy bien toda la tarde y a aquellas horas ya de madrugada departíamos amigablemente con unas chicas de nuestro “club de fans” (así era como malévolamente catalogábamos a unas zagalicas amables y normales que nos iban detrás logrando aliviar nuestro ego desparramado por las calabazas continuadas del grupillo de niñas diez). Decidí sentarme con un pedal de consideración y la laxitud sedante de haber acabado por fin el año. Aun ahora recuerdo ese instante, justo ese instante, como uno de esos momentos de felicidad congelada que guardas en el cajón de las mejores fotografías de juventud. Se sentó a mi lado una chica perseguidora con la que había tenido un rollo hace unos años y que actualizábamos de tanto en tanto cuando la desidia impedía buscar nada mejor. No era especialmente guapa ¿Cómo te enrollas con esa tía? me decía mi amigo José. Me cae bien ¿te parece poco?
No recuerdo de qué me habló, pero sí recuerdo que fue en ese momento cuando te vi bailando alocada en la pista, me sonreíste como todas las mañanas y me guiñaste un ojo como novedad quizá también achispada por el alcohol y alguna pastilla de más. Se me hizo de repente un hueco en el estomago donde podían caber todos mis veranos futuros, todos mis versos por escribir. Te miraba extrañado como si no diera crédito a verte tan fuera de lugar, no eran tus gentes revolucionarias del insti, no era tu zona ni mucho menos, pero sin embargo tampoco desentonabas. Por más que lo he intentado nunca he sabido con quienes venías.
Bailabas sugerente, te movías sin vergüenza con tu camisa blanca suelta y tus kilos de más que tanto me gustaban. Bailabas esquivando con simpatía a moscones que se te acercaban y regalándome de tanto en tanto alguna mirada de soslayo como premio de consolación. Ríete pero eché en falta la mueca templada y añorante del señor Cunningham cuyo libro de versos llevaba por mitad y que todas las mañanas de ese año nos había acompañado.
Pasó el tiempo como pasan los veintitantos. Y ya eran las cuatro largas, cuando pusieron por hacer la gracia a kortatu y su mierda de ciudad. “Venga plasta ven a echar unos saltos” me dijo Sánchez. Había canciones que se saltaban no se bailaban lo cual dado mi poco arte siempre agradecía. Sudábamos a chorros con la camisa medio pegada y las ganas de crecer. Y después de “ya sabemos es un pataleo gratis, no cambiará nunca esta situación” recibí un empujón que me hizo rodar por los suelos hasta una esquina. Cuando me levanté estabas a mi lado y te reíste de mi aspecto desarrapado como si intuyeras todas las veces que habría de estar por los suelos en mi vida. Paró la música, y nos miramos de cerca como si nos descubriéramos por primera vez sin la avenida de por medio, sin el reloj del banco señalando las siete treinta y cinco pero con la presencia escondida del Sr Cunningham. Sentí su presencia como si me describiera cuando nos besamos en un muerdo húmedo y cariñoso envuelto en calor y sueños futuros. Duró cuarenta y siete segundos exactos, los tenia bien contados. Adiós hasta luego, nos dijimos al terminar con una sonrisa. No nos hemos vuelto a ver. Cuando llegué a casa borracho de tu ausencia, leí el último cuento del libro del Cunningham, empezaba por “Hoy han robado el semáforo de la esquina donde tantas mañanas me robaste el saludo y las ganas de morir…”.

lunes, 9 de abril de 2018

Qué pena no saber explicar todo esto en un poema.



La poesía sirve para adelgazar palabras a los sermones, para acortar los discursos, para codificar las ideas en un lenguaje propio, para lanzar hacia el futuro un mensaje de lo que hoy siento y que pueda releerse para volverlo a sentir en un tiempo.
Será entonces, cuando un lector lejano, que incluso puedo ser yo mismo otra vez, lo haga suyo. Será entonces, digo, cuando ese lector lo recree, pero no leyendo lo mismo, sino inventándose algo nuevo, evocando con lo leído historias recientes que pueden hacerse propias y actuales.
La poesía siempre es particular, muchas veces íntima (entendiendo por intima lo que no puede trasmitirse ni en lo privado). La poesía no gasta letras en explicar lo obvio, no enseña sino que trasluce; no detalla sino que asigna un nombre a cada sueño, un adjetivo a cada sentimiento, una preposición amañada que hace percibir la frase en un escorzo hasta el verbo.
La poesía abre silencios para respirar con cada retorno de carro, con cada salto de línea, con cada espacio. Abre distancia entre palabras y como en una partitura musical, alterna pausas con tiempos y ritmos. ¿Qué otra cosa es un poema sino acompasar frases y vacíos?
Y hablando del vacío, la poesía es el arma cargada que permite a los sonámbulos encaramarse al alfeizar que linda con el averno, retar desde allí a fantasmas, abrir grietas en el cuarto oscuro donde habita lo indescifrable y la perplejidad de vivir.
Las palabras de un poema son y prometen, se escriben y se leen; rescatan recuerdos futuros con futuros recuerdos y facilitan añoranzas de cuando creías en un mañana. Un poema es la caja secreta que permite esconder entre metáforas deseos inconfesables cercanos a eso a lo que algunos llaman pecado.
Un poema es un orgasmo que estalla de súbito por más que se le espere, habita lo intimo por más que se le explique, termina en lo propio por más que se comparta, requiere silencio por más se le grite. Un poema es un orgasmo que unas veces te atrapa en lo suave, mientras otras te parte con violencia por dentro.
Que pena,
no saber explicar todo esto en un poema.