Hoy hemos vendido la casa de los yayos. No he querido verla por última vez, por la misma razón por las que evito ver a antiguas novias. Prefiero guardar entre los recuerdos los tiempos vividos y no enfrentarme con esa realidad angosta y a veces cruel de lo que somos ahora.
Prefiero recordar las tardes de sábado de mi infancia delante del televisor, el olor a cuero de la alcoba de mi tío que trabajaba entre zapatos, el olor a disolvente y patina con la que mis abuelos se sacaban un sobresueldo barnizando tiradores de puerta para simular una vejez fingida a muebles baratos.
Algunas noches de mi primera juventud, cuando el alcohol ponía sordina a sueños imposibles y las calles se curvaban al azar de mis resacas, subía esas escaleras viejas y sin ascensor y llamaba al primer piso para cobijarme en el silencio cómplice de mis abuelos. Ellos callaban y me ofrecían algo de cenar como excusa para que hiciera suelo y que fuera mía, la decisión de quedarme a dormir o volver a casa.
Llegaron los tiempos de la oposición y en los años finales, cuando ya me sabía luchando por una batalla perdida, trasladaba allí por meses mi residencia para envolver de cariño mi ego rayado. Todo era distinto entre aquellas paredes, en aquel piso lleno de luz y sin embargo, lleno de cuartos sin ventanas y alcobas con mil tabiques.
Como os decía, mi hermana y yo nos marchábamos allí los viernes, me llevaba mis libros, las partituras del órgano y mis primeras vivencias en la cartera para reconstruir mis primeros cuentos. Recuerdo como me quedaba escuchando la radio hasta la madrugada, el tocadiscos con músicas nuevas, digo viejas, de mi tío; los casetes de Nino Bravo, la tele en blanco y negro y el chocolate humeante de las mañanas de domingo.
Recuerdo a Lou Grant, los partidos del cinco naciones del sábado por la tarde, recuerdo el 38 todavía con los asientos en perpendicular y que me llevaba al centro, las historias de los seis primos de Enid Blyton, vestirme de deporte para ir el domingo al Studium Las Fuentes con mi tío; las noches de navidad con tanta gente que no cabíamos y un calor tan tibio que aun me siento, como si fuera ahora, en el regazo de mi abuelo viendo la peli del sábadonoche hasta que me apagaba como terminarán apagándose los recuerdos.
Yo no quería venderla, quizá por esa querencia ridícula, de aferrarse a las cosas como si en ellas se guardara lo que fuimos. Desde que no está el yayo, la casa se había convertido en un cobijo de sombras y mi madre y mi tio han puesto cordura y por ese afán contrario de dejar la historia atrás, la han terminado vendiendo. Mi abuela, con sus noventa y pico años de realismo sin concesiones, les ha dado la razón y se ha pegado tres días garabateando firmas en desuso, en una preocupación coqueta de quedar bien ante el notario.
Recuerdo cosas, muchas cosas, tantas cosas de allí, que casi las confundo con lo que soy. En fin, que con los años, la tramoya, los escenarios, los bastidores que encuadran lo que fuimos, se van ajando y nos van quedando, tan solo, telones deshilachados de memoria y banderas rotas. No quiero estar triste, pero permitidme que en esta noche me acerque a esa parte del proscenio que linda con el publico, y sin apuntador pida foco para desbarrar este monologo final de escena.