miércoles, 11 de octubre de 2023

La playa a destiempo. Sueños y Silencios

Día 1

Me he ido a visitar las posesiones catalanas de mi familia política para unas pequeñas necesidades de mantenimiento y ya que estaba allí me he quedado un par de días de profunda meditación interior (bueno, que le he echado cara a la vida y me he quedado el finde en la soledad playera, sin hijos, sin mujer, sin nadie).

Descubro el silencio, el absoluto silencio y siento una sensación extraña. No hay nadie, la playa casi desierta y los cielos extensos de un gris azulado como una cincuentena. Bajo a ver el atardecer con un libro de Murakami  y el cansancio se hace también silencio cada vez más extenso, un silencio que poco a poco se convierte en sueño. Subo y sin más necesidad que la espera paso a un país de fantasmas y nubes.

 

Yo creo que soñamos sensaciones y luego el cerebro busca imágenes aleatorias para rellenar esas sensaciones. La sensación de frio se pinta de nieve, la sensación de miedo se recrea en animales amenazantes o la sensación de ansiedad y ridículo te desnuda en la plaza del pueblo mientras todos ríen de tu demasía impudenda.

Orden, sueño con el orden yo que vivo en el caos y sueño con que mi vida se hace crucigrama con demasiadas casillas por cumplimentar y el crucigrama se convierte en ajedrez y  malvadas fichas blancas me tientan con celadas y propuestas de gambito que esconden aviesas intenciones. Yo juego con negras, a la defensiva, y me enroco tras una línea de peones dispuestos al sacrificio. Nada, de repente no sé porqué, me encuentro en los preparativos de una cena sorpresa porque parece que viene el rey. Y de nuevo yo desnudo, ¿te pondrás algo por encima? me pregunta un sorprendido camarero cuando  me ve en pelotas. Y yo que creo que soy el organizador del evento veo a todo el mundo correr azorado ultimando los detalles y yo no sé qué pinto allí, cuando lo que realmente querría es escribir a borbotones, torrentes de palabras hasta que desborde. Y me entra sueño en el sueño. Y me duermo y sueño con mares de un gris azulado como la cincuentena.

Despierto, son las cinco, y me pongo a escribir estos cuatro párrafos como preludio de relato.

Día 2 

Siempre he pensado que a mí me basta el mar y los recuerdos para convivir en la soledad con mis pensamientos. En aquellos días infantiles y setenteros la llegada a la playa era como revivir desde cero, como instalar un sistema operativo nuevo en mi ordenador mental (eso lo pienso ahora, claro, porque hasta el 86 no recuerdo el spectrum ni hasta el 89 el amstrad) es curioso que en contra de lo que le pasaba a la mayoría de mis compañeros con más pasta (mucha más pasta que yo), en mi caso, nunca  pedí ni coche ni ordenador y ambos llegaron a casa casi por imperativo. Tocaba y ya está. Así es la Consuelo: si verdaderamente  hace falta se compra y para tontadas las justas. Y el coche en mi casa de güerganito con  madre sin carnet el coche hacia falta. “no esperes a los dieciocho y empieza ya en la autoescuela”. “Esa mierda de ordenador del caset no te sirve para nada, en reyes no pidas nada que te cae un ordenador de verdad que al menos puedas hacer los trabajos de la carrera. “Pues eso”.

Y llegaba al camping del que no sé porqué no he contado mucho en estos años. El camping de aquellos setenta es un apelativo generoso para un descampado en la misma playa (no junto a la playa, sino en la playa) en lo que entonces empezaba a llamarse Costa Dorada. Era los años setenta, baños escasos y compartidos, plazas sin delimitar bajo unos pinos plagados de lirones y ducha de agua fría (gran acontecimiento cuando instalaron pasado algún tiempo placas solares y fichas de agua caliente a precio de oro) la pela es la pela. Había unas cabinas d telefono públicas en medio de la playa con unas filas interminables para contar a los yayos que seguíamos vivos y que aun no se nos había llevado un maremoto, ni nos habían secuestrado. Lo que no hubiera sido improbable. Véase a señora viuda de treinta y tantos con dos churumbeles el mayor de siete y la pequeña de cuatro metidos en una tienda de campaña en medio de la nada y mis abuelos pensando que su hija además del marido había perdido la cabeza. Se podía llamar desde la recepción solo en casos urgentes y a precios usurarios. La pela es la pela. Así que la excursión al locutorio a más de media hora era todo un acontecimiento.


 

Al principio no tenía amigos, como le pasa a todo quisqui cuando llega a un sitio nuevo, y me tenía que buscar entretenimientos diversos. Quizá fuera entonces cuando pillé el hábito de mirar al mar y montarme películas. No de capitanes intrépidos, ni de bergantines con cien cañones por banda, sino de gente normal que se hacía mayor y trabajaba en empresas normales, tenía una familia normal y llegaba a la cincuentena una mañana de octubre mirando al mar de manera normal y recordando haber sido durante los últimos cuarenta años, tan solo, una persona normal.

Día 3

A veces la imaginación convive con la realidad en forma de coincidencia, otras veces bajo el gabán del azar se embosca por las esquinas para sorprendernos con su presencia. Pero lo más normal es que la fantasía unida a la razón sea la madre de todas las artes y en su ausencia la causa de los monstruos que nos aterran como decía el sordo más famoso de mi pueblo detrás de mi abuelo.

Qué raro resulta que esta pelota sobre los hombros nos dé razón de ser. Más aún cuando se disocia y dialoga contra sí. Qué miedo la convivencia de varios sujetos en la misma nube inexistente; que contradicción la visión de un dios infinito con un ser del ahora; que acumulación el niño, el padre y el adulto; qué refriega entre lo que emerge y lo que subyace; lo consciente y lo consciente; qué fábula imaginaria es pensar nuestra identidad desde una masa de sesos dentro de un recipiente de hueso.