lunes, 30 de diciembre de 2019

Este año me hubiera gustado escribir cien posts


Este año me hubiera gustado escribir cien posts de lo que ha pasado, de lo que he leído, de lo que he soñado. Me hubiera gustado acercarme sin complejos al teclado para dejar marcas que identifiquen claramente el 2019 cuando lo relea tras la bruma igualitaria de esta década cuarentesca. Me hubiera gustado, pero no lo he hecho.

Me hubiera gustado escribir sobre mi viaje estival por un Cádiz desconocido, bonito y sorprendente Un post mestizado que casara mi visión de tierra adentro con la visión mítica de Montero Glez en La huella jonda del héroe (libro que me leí entre esperas a mi familia y esos espacios de intimidad que son oro en cada viaje). Hubiera descrito mi caminata solitaria entre La Barrosa y el poblado viejo de Sancti Petri , el atardecer con una cerveza frente al mar al llegar al poblado, La peña delAtún en Barbate, el paseo en patinete con mi mujer y mis hijos, Vejer de novios, Cunil en familia mientras me canturreaba la canción de Quique Gonzalez, playas enormes con nombres sugerentes y Tarifa en la frontera. 

He escrito mucho de libros, bueno más bien de algunos libros (aun me autocomplazco y me satisfago onanistamente releyendo mis posts de Acción de Gracias y 2666) pero las más de las veces escribir de libros, de política o de historia solo ha sido una manera de procastinar y evitar hablar de la vida que pasa. Quizá porque pasa tanto que no pasa nada.

Pasa que aquellos niños que servían de excusa para mis relatos graciosetes ahora son un metro ochenta de adolescente lleno de dudas, necesidades de abrazos y amarras tensadas hasta lo imposible a partes iguales: la primera salida para el Pilar, las mentiras blandengues que no aguantan repregunta, la convivencia en bronca constante, la adhesión mano-movil, las discusiones madre-hijo pero también el inevitable reflejo distorsionado del adolescente que fuimos también nosotros y que intentamos olvidar. Todo ello se mezcla con la vida en constante burbujeo del pequeño, las demandas de mimos de las abuelas y el funambulismo laboral.

Y es que lo laboral se come la vida. El tiempo vital segregado, invadido, saturado por el trabajo y al mismo tiempo vacío (o a la espera) del que tanto he leído y del que tanto he hablado este año (Moruno, Chul Han, Graeber entre otros). Hay que tener un personaje bien construido para no saltar en pedazos mordido por la incertidumbre (o por la certidumbre de que nada cambiará que también hiere). Hay que tener la vida bien cimentada fuera para poder dar al trabajo todo el valor, pero también el valor justo que tiene. Las empresas son un nudo de intereses que enmarañan las relaciones personales disfrazadas de roles y salarios, nunca de justicia. Es una perdida de tiempo buscar culpables y hay una generación entera echada a la basura por caer en la trampa de creer que la sociedad nos debe algo por haber estudiado. Hace años que apuesto arriesgadamente por llevarme bien con el mayor número en el trabajo y me cago en la puta madre de los coach (disfrazados de curas o psicólogos) que incitan a la gente a ser uno mismo a fuerza de aislarlos de los demás. No entiendo pasar nueve horas de mi vida de mala cara. Llamadme iluso.

 
Hace diez años que escribo el blog y tres o cuatro que garabateo apuntes a lápiz en cuadernos de colores. Se entrelazan poemas con esquemas; reflexiones con notas de historia; frases y borradores de cuentos con vocación de colgarse algún día en un post. Este año solo unos pocos han subido y me da pena que otros se queden allí abortados y a medio hacer. No es una cuestión de recato, ni de que al haber perdido el anonimato cuente cosas que no deba (eso sinceramente me da ya igual), es simplemente la serenidad de sentarse y escribir. Solo se quita la pereza de escribir escribiendo, lo que sea, ya lo sé. En algún momento solo en algún momento, hay que leer menos y escribir más.