sábado, 20 de febrero de 2021

¿POR QUÉ HAY QUE TERMINAR UN LIBRO QUE NO TE GUSTA? LA FUENTE DE LA EDAD.

He terminado uno de esos libros (pocos) de los que puedo decir con rotundidad que no me ha gustado nada, pero no nada, sino nada de nada. Ojo, no digo que sea malo, ni mediocre; es más, tengo un perplejo sentimiento de culpabilidad preguntándome si seré yo quien lo ha leído mal (sabido es que los libros si se leen mal se rompen) pero es que no entra ni en puntuación

La fuente de la edad de Luis Mateo Diez es sencillamente un libro que se me ha cruzado desde el principio. No me ha llegado el estilo, ni le he pillado el hilo al argumento, ni he visto filosofía alguna que merezca la reflexión. Nada.

Es como cuando un amigo venía a la pandilla de verano prometiéndonos presentarnos al día siguiente a la chavala que rompía en su pueblo; la que robaba los corazones, ganaba todas las miradas y tenía colgadas en su habitación las bandas de los concursos de belleza y las cabelleras de todos los exploradores. Al día siguiente aparecía y te causaba la más rotunda indiferencia. ¿No te ha gustado, de verdad? No sabría decirte, es que no es para mí ¿te parece fea? ¿te parece tonta? ¿te ha dicho algo inconveniente? No, que va, pero no le veo el atractivo que le veis vosotros, simplemente.

La fuente de la edad ha ganado premios de todo tipo (el nacional de literatura, el de la crítica…), ha justificado tesis, ha sido laureada por artículos y reseñas; han alabado su vocabulario, su forma, su prosa y su retórica, pero chicos a mi no me ha dicho nada.

El viento rastrero, que como una sabandija se colaba en el subterráneo, batía las polvorientas resmas de los expedientes, atados por los balduques con los dobles nudos y las generosas lazadas. Los rotos cristales del tragaluz estaban parcheados con cartón. Por aquel ojo maltrecho miraban tenaces las estaciones, con sus fuegos y tempestades, como si pretendieran descubrir un secreto en el abismo del Archivo.

No sé si es la sobrecarga de símiles y calificativos, el juego de adjetivos preferentes saturados hasta la hartura; el desorden llevado al caos en un hipérbaton constante o tantas palabras huérfanas de diccionario que te desvían la atención e impiden pillarle la gracia al cuento, pero son 400 páginas así, párrafo tras párrafo; línea a línea que me han desesperado.

Y entonces, ¿Por qué no lo has dejado nada más empezar? Me dijo con su sabiduría cruel y pragmática la nuera de la Consuelo. Y esa es la pregunta que me hago y que os lanzo. ¿Cuándo hay que dejar un libro que no te gusta? ¿Por qué hay que terminar un libro que no te engancha?

En mi caso puede darse que no arranque un libro, que haga muchos intentos y que no pase de la página 50 (Octubre, octubre de Sampedro como paradigma), pero una vez empezado es muy complicado que no lo termine. Los libros que se empiezan y no se terminan permanecen gritando en las estanterías como las psicofonías de los palacios de fantasmas cada vez que los miras.

Después hay libros y autores a los que hay que conocer por obligación, aunque sea para luego ponerlos a parir: me ha pasado con Luis Mateo Diez y me pasó con Pedro Páramo de Juan Rulfo; también con Goytisolo y alguno más que ahora no recuerdo. Esos libros no se pueden dejar. El placer de poner a parir un clásico después de habértelo leído no tiene parangón.

Otra cosa son los libros de autoflagelación, ya sabes que no te gusta ni Marías ni Julian Barnés ¿Para qué insistes? ¿Te has empeñado en empezar otro? Pues ahora te lo acabas por tonto. Hombre, el de corazón tan blanco no me disgustó. Ya, pero sabes que lo más probable es que termines echando espumarajos por la boca a mitad de libro con la pedantería redundante de Marías, no lo empieces y ya está.

 “No te hagas el listillo, el libro te lo has acabado para hacer la gracia en el blog. Desde que vas de culto ya ni lo leo, me gustaba más cuando escribías de gilipolleces que aunque eran exageraciones hacían gracia” La Nuera de la Consuelo modo hater dixit.

También está la tiranía de las listas y las sagas. Si Lorenzo Silva publica uno de la saga de Chamorro y Bevilaqua (véase la permutación del orden en un guiño violáceo de género) seguro que yo me lo leo. Lo pondré a parir si procede, pero me lo leo. Igual si hay una lista de los 10 mejores libros de tapas rojas y te has leído nueve de los diez. Da por seguro que el décimo cae. 

Eran otros tiempos cuando lúbricos ánimos te obligaban a continuar leyendo (toma hipérbaton con adjetivo precedente Mateo Diez) en aquellos momentos en los que la lectura era la excusa perfecta para iniciar conversaciones con alguna mozuela cultureta a la que pretendías. Y es que, sin caer en el topicazo de los carros y las carretas, uno ha hecho, imagino que como todos, muchas heroicidades para pillar; hasta poemas en euskera he aprendido yo.

Pues nada, si os aburrís y os apetece me contáis por qué os habéis sentido obligados a acabar un libro (o vuestras heroicidades para pillar que igual es más divertido) y por supuesto ni se os ocurra leeros nada de Mateo Diez salvo que tengáis problemas de insomnio.

 

martes, 2 de febrero de 2021

¿POR QUÉ EMPECÉ A CONTAR CUENTOS?

A veces me pregunto en qué momento de mi infancia empecé a contar cuentos.

Mi padre murió justo antes de que tuviera capacidad de recordarlo, yo tenía menos de siete años y mi hermana aún menos, y en seguida descubrí que la gente aludía (y al tiempo eludía) mi orfandad como de puntillas, por eso de no hacerme daño (lo que, a mí, sea dicho de paso, también me gustaba evitar). Mi infancia, sin embargo, la recuerdo feliz, extraordinariamente feliz  pero, mientras en lo privado mi madre y mis abuelos trataban de rellenarnos con sonrisas los huecos de la ausencia, en lo público me contrariaba el lagrimeo en la querencia hacia lo melodramático tan característica en estos casos y que me hacía sentir raro.

Por entonces, todo era extraño, mi realidad la sentía distinta y empecé a inventarme verdades paralelas con las que convivía sin problema. Me fui acostumbrando a contarme historias en voz alta e inaugurar mi antena de radio imaginaria desde donde retransmitía las noticias de lo que me iba pasando (o quería que me pasara). ¿Estás hablando solo? Yo no inventaba para ser distinto, inventaba para ser normal.Por eso, tomé la decisión de construirme un entorno ficticio en donde no habitaran héroes sino familias ordinarias como pensaba que serian las demás.


No recuerdo en qué momento esa vida normal inventada empezó a salir de mi intimidad para pasar a lo social. Cuando alguien me preguntaba en qué trabajaba mi padre, yo me lo imaginaba en una oficina y contaba con todo lujo de detalles como era el lugar en el que trabajaba. Imaginaba como serían las tardes al llegar a casa y los veranos ochenteros en un lugar de playa. Imaginaba las conversaciones conyugales a hurtadillas de nosotros y quizá algún secreto de alcoba entre risillas cómplices de mayores.

Cuando uno crece, si es verdad que alguna vez se crece, encuentra en los lagrimeos sociales un cauce para aprovecharse de las circunstancias, pero eso lo descubrí después. Como el niño que aprovecha la estancia en el hospital de su tía josefina con la que apenas tenía trato, de excusa para no presentar los deberes del día siguiente. Pero para eso se tiene que desarrollar la doblez maliciosa o más bien interesada que caracteriza el descubrimiento del egoísmo, y a los diez años, al menos yo, todavía no tenía esa necesidad; todavía no era un cuentista interesado sino más bien un cuentista de supervivencia.

Empecé a rellenar dietarios con cuentos, realidades manipuladas y amistades ficticias que muchas veces historiaba no tanto por hacerme el especial sino más bien, y siguiendo mis inicios que os he contado, en un intento de ser como los demás. Fue un poco más tarde cuando descubrí que lo mejor no era inventar sino escribir recreando lo vivido y que lo normal no existe si no está impregnado de sueños e ilusiones. Me fuí dando cuenta de que poca gente tiene historias normales y que traspasando el zaguan de las casas casi siempre te encuentras con novelas reales que nada tienen que envidiar a las inventadas.