Aquella mañana de junio, nada hacía predecir lo que pasaría más tarde. Cecilia se despojó de sus sueños, de su sonrisa y dejó caer su ropa en el suelo del cuarto de baño. Una lluvia de agua hirviendo se deslizó como un abrazo por su cuerpo desnudo. Se tocó para saberse, cerró los ojos y en ese momento, justo en ese momento, cumplió cuarenta y seis.
La vida, a partir de cierta edad, se convierte en un catálogo de recuerdos escritos por un narrador irónico. Parece como si alguien se riera de nosotros y nos contara al revés la historia de lo que hemos sido y la sombra grotesca de lo que hubiéramos querido ser. Vemos el escaparate con el muestrario de nuestras mentiras, de nuestras cicatrices y de nuestras vilezas y queda a la vista, con toda su mediocridad nuestra existencia pretenciosa y ridícula de hasta entonces.
A finales de otoño, cuando el invierno apenas asoma con sus primeros fríos, los salmones atlánticos llegan al final del camino de su vida. Ponen fin a sus días justo cuando cualquiera pensaría que están todavía en su plenitud. Meses atrás, abandonan el mar y remontan la corriente, dejando, en el que será su último viaje, todas sus fuerzas. En su camino sortean estiajes y depredadores y llegan a los frezaderos aguas arriba donde se sacrifican para la perpetuación de generaciones futuras. Se dejan llevar a la muerte en su, llamémosle cuarentena, para que vivan sus hijos futuros.
Al llegar a la edad tardía, en torno a los cincuenta, unos como Ferrater (1) renuncian a seguir siendo antes de no reconocerse, otros como Bartleby (2) prefieren dejar de poner sus desidias por escrito y consideran que ya no cabe ninguna historia que no esté ya contada. Sin embargo otros, como nuestra protagonista, encuentran que es justo el momento de remontar el camino de sirga. Piensan que no pueden envejecer sin solventar deudas todavía no saldadas, no pueden dejarlas prescribir por la culpa, la desidia y el tiempo.
Hay quienes se ponen fin a los cuarenta, otros como los salmones se sacrifican a esa edad en pos de su descendencia, otros pretenden resetearse y para ello cambian entonces de casa, coche y compañera, pero sin duda los peores son aquellos que no hacen nada, nada destacable a partir de entonces, que solo abren un paréntesis a los cuarenta que les lleva sin más noticias hasta los sesenta, aquellos que se dan cuenta cuando se jubilan de que su vida en los últimos años no ha añadido absolutamente nada a lo anteriormente vivido. De eso va este cuento. Le dijo al periodista cuando le preguntó de qué iba la novela que estaba escribiendo.
Al salir del baño, Cecilia se puso a los Urquijo en su ipad y le supo a referencia, como si esa canción le hablara precisamente a ella al oído, solo a ella: “He muerto y he resucitado. Con mis cenizas un árbol he plantado, su fruto ha dado y desde hoy algo ha empezado. He roto todos mis poemas, los de tristezas y de penas. Ya no persigo sueños rotos… “
Seguid leyendo, solo unas líneas más, de verdad, prometo que no será muy largo. Aunque a lo mejor ya no merece la pena leer más, y con lo anterior ya está todo dicho. Si queréis dejad ya de leer, de verdad.
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Cecilia había leído tres libros aquel mes: “F” de Justo Navarro que cuenta la historia de Gabriel Ferrater, Bartleby el escribiente y La curiosa vida de los salmones atlánticos. Todos tenían cuarenta y pico, todos estaban presuntamente en la mitad de sus días. Cada uno tomo un camino distinto, pero ella no quería tomar ningún camino, lo único que no quería era quedar varada en una isla a medio mar, sin poder hacer nada.
(1) Hubo una vez un hombre que a los treinta y cinco años prometió no vivir más de cincuenta. Se llamaba Gabriel Ferrater. Estaba con un amigo en un café de la plaza Prim de Reus, bebían ginebra en la terraza, el cielo era claro y volaban vencejos, un taxista esperaba para llevar al amigo a la estación de donde saldría el coche cama hacia Madrid. Entonces Ferrater dijo que iba a matarse antes de cumplir cincuenta años. Ferrater fue, además de políglota, un hombre alegre que disfrutaba dando alegría a quienes lo rodeaban, y se alegraba mucho más cuando percibía que había alegrado o asombrado a quien lo estaba oyendo. El asombro produce una especie de ensanchamiento de la realidad, como si la habitación o la plaza donde estamos se ampliara o se iluminara: como cuando deseamos que nos llenen la copa y nos llenan la copa.
(2) Preferiría no hacerlo –dijo Bartleby. Lo miré con atención. Su rostro estaba tranquilo; sus ojos grises, vagamente serenos. Ni un rasgo denotaba agitación. Si hubiera habido en su actitud la menor incomodidad, enojo, impaciencia o impertinencia, en otras palabras si hubiera habido en él cualquier manifestación normalmente humana, yo lo hubiera despedido en forma violenta.
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- Hola abuelo ¿Ya ha llegado a la playa como todos los años?
- Disculpe joven ¿La conozco de algo?, no soy su abuelo, un poco de respeto ¿Qué hace en mi jardín? Dijo el hombre acostumbrado a pleitesías vacías.
- El respeto no se pide se gana. Míreme bien, igual ahora no recuerda mi cara, han pasado ya veinte años desde aquel junio. Entonces usted tenía los que yo tengo ahora. Entonces era usted alguien considerado y desde entonces, créame, no ha hecho nada digno, veinte años tirados a la basura. Solo quería decirle que ha sido usted un mierda. No ha sido malo, no se confunda, ha sido un mierda que es peor que ser malo. Quiero darle un regalo. Vendré a verle otra vez esta tarde, le dejo sufrir un rato hasta entonces.
Le dio un sobre cerrado, no muy grueso y se marchó, dejando al abuelo en esa actividad cruel que para las personas mayores es revolver los recuerdos de una vida absurda e insípida cuando ya no hay tiempo de remediarla. A la tarde volvería a matarlo.
Nadie supo el contenido del sobre que Cecilia le dejo al viejo, solo que tenía la frase “resumen de su vida desde los 43” a rotulador. Nadie supo si fueron documentos, fotografías, algún delito de menor cuantía, polvos en Cuba, gatillazos en Santo Domingo, quiebras fraudulentas, cajas b, adulterios prescritos, expedientes revisados o bajezas de cama suyas o de su familia…. Quizá era solo una colección de recortes de periódico que hablaban de él, donde se veía irónicamente toda la ridiculez de sus últimos veinte años. Cecilia se lo había tomado como un divertimento eso de seguir en prensa al asesino de su padre. Solo el abuelo se lo tomo en serio y tanto que esa misma tarde cuando Cecilia fue a matarlo descubrió que yacía muerto.
Se quedó mirando el cuerpo del viejo con asombro. Pasaron minutos que se fueron alargando hasta que una voz a su espalda le dijo eso tan peliculero de: “No haga nada, no se mueva levante los brazos, tire el arma.” La policía había tomado en consideración su mensaje “vayan a la residencia del Sr X cuando lleguen ya lo habré matado.”
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El padre de Cecilia, lo estaba pasando mal, muy mal en aquellos días de junio de hace veinte años. Su mujer le había dejado, quizá cansada de verle caer en una especie de pozo de egocentrismo y tristeza, o quizá también porque a ella le dio la santísima gana. Es sabido que muchas veces buscamos explicaciones y causas enrevesadas a las razones más sencillas. Quizá quería buscar algo de felicidad que su marido no había sabido darle en el matrimonio o quizá simplemente quería echar un polvo satisfactorio tras varios años de orgasmos aplazados, ¿quién sabe? todo puede ser. La cosa es que les había dejado con dos palmos de narices al padre y a Cecilia. Intentó dar a su hija unas explicaciones, que ella, por otra parte, nunca le había pedido, ni nunca le pidió, y no volvieron a verla.
Igual que el escribiente de Melville, a partir de entonces el padre de Cecilia, no quiso gastar más tiempo en ocupaciones baldías. No sé si dijo en el curro aquello de “preferiría no hacerlo”, pero la cuestión es que no lo hizo, y se hundió en un descorazonamiento que lo inundó. Cecilia fue a hablar con el jefe de su padre, un hombre de mirada serena con fama de comprensivo pero que nunca había comprendido a nadie y le pidió un mes, solo un mes, para que su padre se reencontrara con sus cuarenta y seis. Un mes para remontar ese rio en época de estiaje que hace a los salmones más visibles para sus depredadores. Ese mes en el que se ve volar a los vencejos en las tardes claras y se presiente la muerte antes de los cincuenta.
Mira, le dijo, no puedo hacerlo aunque quisiera, yo lo que creo es que a tu padre lo que le vendrá mejor es dejar esta empresa. le dijo con una frialdad amable. Créeme que lo hago por su bien, aquí está cayendo en una espiral que no le va a llevar a ninguna parte. Está solo y no se relaciona con nadie. De poco le sirvió decirle que en esas paredes su padre había dejado su sonrisa, su capacidad de asombro (y de asombrar) y parte de sus sueños. Que tenía un bajón pero que en seguida volvería y se lo pidió infructuosamente por favor.
Ya sabes que mi hijo y mi nuera trabajan aquí y son amables con todo el mundo, que nunca van de hijos mios sino de colegas de los demás, pues ni con ellos se relaciona. Mi sobrina que es la guapa de personal que te ha recibido te hará el finiquito de la manera más beneficiosa, seguro… bueno, ya sabe tu padre que puede contar conmigo para lo que necesite. Lo dijo sin maldad, simplemente con esa amable mirada que tienen los hijosdeputa para matar.
Después vino la carta en la mesilla, la ventana abierta, la nota en el periódico y el pésame en el tanatorio en nombre de la empresa “tu padre lo estaba pasando muy mal con lo que le hizo tu madre, pero quien iba a esperar que hiciera esto…”. Ciertamente aquella mañana de junio nadie podía predecir tanta tristeza.
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Solo hay una cosa peor que cumplir los cuarenta y pico, y es cumplir los sesenta y pico y que nadie te recuerde, toda la importancia de lo que creías, todos tus logros laborales pasan a ser cuatro líneas en un artículo on line de sábado que nadie se molesta ni en comentar. Nada, ni siquiera un insulto. Nada, ni siquiera una alabanza con pinta de obituario. Nada, ni siquiera un reproche rezagado de aquellos a los que jodiste la vida con tu indiferencia. Nada. Solo el olvido y la muerte.
Agente, lo he matado pero no con esta pistola, como pretendía, lo he matado enseñándole veinte años de su vida vacía, creo que no ha podido verse a si mismo.