domingo, 29 de marzo de 2015

La casa de los yayos

Hoy hemos vendido la casa de los yayos. No he querido verla por última vez, por la misma razón por las que evito ver a antiguas novias. Prefiero guardar entre los recuerdos los tiempos vividos y no enfrentarme con esa realidad angosta y a veces cruel de lo que somos ahora.

Prefiero recordar las tardes de sábado de mi infancia delante del televisor, el olor a cuero de la alcoba de mi tío que trabajaba entre zapatos, el olor a disolvente y patina con la que mis abuelos se sacaban un sobresueldo barnizando tiradores de puerta para simular una vejez fingida a muebles baratos.

Algunas noches de mi primera juventud, cuando el alcohol ponía sordina a sueños imposibles y las calles se curvaban al azar de mis resacas, subía esas escaleras viejas y sin ascensor y llamaba al primer piso para cobijarme en el silencio cómplice de mis abuelos. Ellos callaban y me ofrecían algo de cenar como excusa para que hiciera suelo y que fuera mía, la decisión de quedarme a dormir o volver a casa.

Llegaron los tiempos de la oposición y en los años finales, cuando ya me sabía luchando por una batalla perdida, trasladaba allí por meses  mi residencia para envolver de cariño mi ego rayado. Todo era distinto entre aquellas paredes, en aquel piso lleno de luz y sin embargo, lleno de cuartos sin ventanas y alcobas con mil tabiques.

Como os decía, mi hermana y yo nos marchábamos allí los viernes, me llevaba mis libros, las partituras del órgano y mis primeras vivencias en la cartera para reconstruir mis primeros cuentos. Recuerdo como me quedaba escuchando la radio hasta la madrugada, el tocadiscos con músicas nuevas, digo viejas, de mi tío; los casetes de Nino Bravo, la tele en blanco y negro y el chocolate humeante de las mañanas de domingo.

Recuerdo a Lou Grant, los partidos del cinco naciones del sábado por la tarde, recuerdo el 38 todavía con los asientos en perpendicular y que me llevaba al centro, las historias de los seis primos de Enid Blyton, vestirme de deporte para ir el domingo al Studium Las Fuentes con mi tío; las noches de navidad con tanta gente que no cabíamos y un calor tan tibio que aun me siento, como si fuera ahora, en el regazo de mi abuelo viendo la peli del sábadonoche hasta que me apagaba como terminarán apagándose los recuerdos.

Yo no quería venderla, quizá por esa querencia ridícula, de aferrarse a las cosas como si en ellas se guardara lo que fuimos. Desde que no está el yayo, la casa se había convertido en un cobijo de sombras y mi madre y mi tio han puesto cordura y por ese afán contrario de dejar la historia atrás, la han terminado vendiendo. Mi abuela, con sus noventa y pico años de realismo sin concesiones, les ha dado la razón y se ha pegado tres días garabateando firmas en desuso, en una preocupación coqueta de quedar bien ante el notario.

Recuerdo cosas, muchas cosas, tantas cosas de allí, que casi las confundo con lo que soy. En fin, que con los años, la tramoya, los escenarios, los bastidores que encuadran lo que fuimos, se van ajando y nos van quedando, tan solo, telones deshilachados de memoria y banderas rotas. No quiero estar triste, pero permitidme que en esta noche me acerque a esa parte del proscenio que linda con el publico, y sin apuntador pida foco para desbarrar este monologo final de escena.

10 comentarios:

  1. Muchas historias van en esa firma ante notario pero vendrán otras aunque con nuevos protagonistas.

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  2. La casa de los yayos...era todo luz,calidez,la tele en blanco y negro,la sopita de arroz,ay,no sé quién escribió que nuestra patria es nuestra infancia...
    Muy bonito .

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  3. Vendemos nuestros recuerdos por unos miles de euros.

    Eso somos.

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  4. No estoy de acuerdo con Toro Salvaje, los recuerdos no se venden: evitas seguir por la senda de la tristeza cada vez que vas a dar una vuelta por el piso y te imaginas que ella va a volver a la habitación.

    Yo el sábado vacié el piso de mi madre. Nos ha costado año y medio, y firmamos después de fiestas (y no quiero impresionar al notario, que es un poco borde...), pero había que hacerlo y continuar.

    Por cierto, bien hallado.

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  5. Me rompe el corazón leer esto: lo siento. Te entiendo perfectamente y me pongo a hiperventilar de pensar que me pueda pasar algún día.

    Un abrazo

    di

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  6. Lo siento por ti, pronto cerrarás los ojos y verás que los recuerdos en ti, esos que tan bien has contado, son más vívidos y válidos que los de la casa física.

    Te lo prometo.

    En nuestra imaginación, y recuerdo además, todo es mejor, y no se estropea. Así que a disfrutarlo.

    Abrazos

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  7. Por la parte materna, mi abuelo era militar de infantería, como lo habían sido, hasta donde sé, mi bisabuelo y tatarabuelo. Un hermano y el padre de mi abuela, tirando hacia atrás dos generaciones, eran marinos militares. Gente, toda ella, acostumbrada a cambiar de lugar y casa cada cierto período de tiempo.

    Quizás por ello, he cerrado la puerta de muchas casas, para siempre, con el ánimo de dónde iba y sin desánimo por lo que dejaba.

    Incluida la Casa Verdadera, aquella en la que naciste y viviste hasta casi los 20 años.

    El apego en la realidad a una casa, esa idea de "casa solariega", me parece un acartonamiento. Todo lo importante te lo llevas en la memoria. Lo demás, son elementos de construcción.

    Nada importante se ha perdido con esas firmas.

    Hazme caso, que en eso tengo experiencia.

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  8. Entiendo perfectamente esa sensación. Sí que parece que los recuerdos los encierran las cosas, los lugares, por eso guardamos... pero la verdad es que los recuerdos son nuestros, vienen con nosotros y nadie nos los puede quitar.
    ¡¡AUPA!!

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  9. No me gustan estas entradas nostálgicas, xq me ponen nostálgica a mí y eso, a su vez, me pone triste.
    Yo recuerdo la casa de mis bisabuelos, y por suerte, aunque no tengamos ya esa casa con gran patio y su jazminero, tenemos vídeos de cuando llegó la primera cámara de manos de mi tío. Curiosamente encontré una en que colocaron la cámara un día de Navidad, encima de la nevera, enfocando la mesa. En su momento supongo que muchos pensaron que menuda tontada y menuda cansinez con la camarita...pero ahora resulta que ver un vídeo de hace 20 años (madre mía), de una escena cotidiana en la que nadie mira a la cámara ni piensa que lo están grabando, es como bucear en la mente y encontrarte con eso. Era la sobremesa, junto a la chimenea, y mi bisabuela sacó las latas llenas de fotos y nos iba explicando quién era cada quién, con historias asociadas, entre botellas de anís, café y tortas de Pascua.
    Ves como me pongo nostálgica?

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