Hoy han robado
el semáforo de la esquina donde tantas mañanas me robaste el saludo y las ganas
de morir. No sé si recuerdas a Steve Cunningham, aquel poeta del barrio que en
verdad se llamaba Aquilino Martín. En el lugar del semáforo han montado un
catalogo de mentiras y un cartel publicitario con suspiros de neón y por eso me
he acordado de él y de ti. Steve vestía gabardina larga, tirantes de colores y
cubría sus ideas con gorra de tranviario intemporal. Tu y yo nos reíamos de él
sin conocernos pero creando entre nosotros una complicidad invisible y cercana.
Todas las
mañanas de aquel año ochenta y ocho, yo acompasaba la velocidad de mi despertar
a tu posterior saludo y si apresurado me adelantaba, retardaba mi llegada con
una conversación intrascendente con el portero sobre la lluvia o el futbol.
Descubrimos más tarde, ya veréis, que Steve Cunningham escribía poemas; no tendría
entonces más de cuarenta y siete pero se nos representaba un hombre maduro en
ese momento en el que la vida dobla los recuerdos en cuatro trozos y los mete
en un sobre sin membrete ni dirección.
No sé en qué
momento empezamos a saludarnos cada mañana, quizá fuera de tanto vernos, quizá
de tanto esperarnos. Nunca hablábamos, solo nos prestábamos una sonrisa y un
hasta luego que nos duraba el día entero. Tu andabas hacia el instituto en
donde se miraban los peces y yo hacia la esquina donde paraba el autobús del
cole con destino al más allá. Tendríamos no más de diecisiete y como reza la
canción, intentábamos descifrar signos sin ser sabios competentes al tiempo que
descubríamos cada mañana que no hay amor más intenso que el que deja soñar a la
incertidumbre.
A las siete y
treinta y cinco cruzábamos la avenida cada uno desde su lado y observábamos el
reloj del banco donde trabajaba Cunningham para asegurarnos de que el mundo no
se había adelantado. El semáforo duraba cuarenta y siete segundos exactos, lo
sé de tanto contarlos. Mientras esperaba, me mirabas y te miraba con tu camisa
amplia y tu sonrisa a medio despertar y jugaba a contener el aliento hasta
saludarte al cruzar. “adiós, hasta luego”. Nunca nos dijimos nada más. El poeta
urbano nos miraba todos los días de soslayo, con esa mueca templada y añorante
de querer recordar algo o de quizás de quererlo olvidar.
Pasaron las
lluvias, las luces de navidad, la niebla de febrero, el suave relente que
anticipa marzo en esta ciudad sin primaveras y yo creo que fue en abril, en uno
de esos días cotidianos que se disfrazaban de domingo debido a las huelgas
estudiantiles que montabais, cuando mi madre me mandó al banco a ratificar
estrecheces y disponer de dos duros. Allí estaba Aquilino, alias Cunningham,
vestido de tres por ciento, le sonreí generoso, en reconocimiento a su
contribución matutina a nuestras risas emparejadas. “antes de salir ven, me
dijo, tengo una cosa para ti.”Y me regaló un libro de portada sencilla con su
nombre en extranjero, muchos versos y al final un cuento de tres carillas. También
le he regalado uno a ella, me dijo. Le di las gracias y le prometí leerlo en
cuanto tuviera un rato antes del final de curso que se acercaba.
En el mes de
mayo dejamos de vernos. La selectividad se comía nuestros días con ese afán
mentiroso de quien te promete un futuro hecho de corchopán. Algún día nos
cruzábamos pero nuestra sonrisa de esas semanas por más que fuera cariñosa
escondía el mismo vacío hueco que ocho horas en una cadena de producción.
Estábamos en otro lado, yo repasaba en mi camino listas imposibles de
declinaciones en latín y ella tenía el teorema de Bayes en el saludo y la sonrisa de integral.
Al final todo
fue bien o al menos aprobamos y mi amigo Vitallé me invitó a una fiesta pija al
club de tenis donde celebraríamos el fin de curso y la selectividad. Por aquel
entonces yo era un empollón indisimulado y un borracho a tiempo parcial.
Aquella noche recuerdo que sonaban canciones de los nikis, camino a Soria y
visita nuestro bar y no paré de beber cervezas intercaladas con espirituosos
tipo ron con lima y güisqui con sevenup.
Nos lo
habíamos pasado muy bien toda la tarde y a aquellas horas ya de madrugada departíamos
amigablemente con unas chicas de nuestro “club de fans” (así era como
malévolamente catalogábamos a unas zagalicas amables y normales que nos iban
detrás logrando aliviar nuestro ego desparramado por las calabazas continuadas
del grupillo de niñas diez). Decidí sentarme con un pedal de consideración y la
laxitud sedante de haber acabado por fin el año. Aun ahora recuerdo ese
instante, justo ese instante, como uno de esos momentos de felicidad congelada que
guardas en el cajón de las mejores fotografías de juventud. Se sentó a mi lado
una chica perseguidora con la que había tenido un rollo hace unos años y que
actualizábamos de tanto en tanto cuando la desidia impedía buscar nada mejor.
No era especialmente guapa ¿Cómo te enrollas con esa tía? me decía mi amigo
José. Me cae bien ¿te parece poco?
No recuerdo de
qué me habló, pero sí recuerdo que fue en ese momento cuando te vi bailando
alocada en la pista, me sonreíste como todas las mañanas y me guiñaste un ojo
como novedad quizá también achispada por el alcohol y alguna pastilla de más. Se
me hizo de repente un hueco en el estomago donde podían caber todos mis veranos
futuros, todos mis versos por escribir. Te miraba extrañado como si no diera
crédito a verte tan fuera de lugar, no eran tus gentes revolucionarias del
insti, no era tu zona ni mucho menos, pero sin embargo tampoco desentonabas. Por
más que lo he intentado nunca he sabido con quienes venías.
Bailabas
sugerente, te movías sin vergüenza con tu camisa blanca suelta y tus kilos de
más que tanto me gustaban. Bailabas esquivando con simpatía a moscones que se
te acercaban y regalándome de tanto en tanto alguna mirada de soslayo como
premio de consolación. Ríete pero eché en falta la mueca templada y añorante del
señor Cunningham cuyo libro de versos llevaba por mitad y que todas las mañanas
de ese año nos había acompañado.
Pasó el tiempo
como pasan los veintitantos. Y ya eran las cuatro largas, cuando pusieron por
hacer la gracia a kortatu y su mierda de ciudad. “Venga plasta ven a echar unos
saltos” me dijo Sánchez. Había canciones que se saltaban no se bailaban lo cual
dado mi poco arte siempre agradecía. Sudábamos a chorros con la camisa medio
pegada y las ganas de crecer. Y después de “ya sabemos es un pataleo gratis, no
cambiará nunca esta situación” recibí un empujón que me hizo rodar por los
suelos hasta una esquina. Cuando me levanté estabas a mi lado y te reíste de mi
aspecto desarrapado como si intuyeras todas las veces que habría de estar por
los suelos en mi vida. Paró la música, y nos miramos de cerca como si nos descubriéramos
por primera vez sin la avenida de por medio, sin el reloj del banco señalando
las siete treinta y cinco pero con la presencia escondida del Sr Cunningham.
Sentí su presencia como si me describiera cuando nos besamos en un muerdo húmedo
y cariñoso envuelto en calor y sueños futuros. Duró cuarenta y siete segundos
exactos, los tenia bien contados. Adiós hasta luego, nos dijimos al terminar con
una sonrisa. No nos hemos vuelto a ver. Cuando llegué a casa borracho de tu
ausencia, leí el último cuento del libro del Cunningham, empezaba por “Hoy han
robado el semáforo de la esquina donde tantas mañanas me robaste el saludo y
las ganas de morir…”.
Cómo me ha sonado el cuento...
ResponderEliminarQuizás con esa edad todos tuvimos un semáforo o una esquina y una hora en concreto en el que nos cruzábamos con alguien especial sin haber quedado nunca. Y sin darnos cuenta, esa sonrisa sin saludo nos servía de gasolina para pasar el dia. Y esa esquina y esa hora desaparecieron, y es cuando notamos la ausencia del otro.
Lo único que no me ha gustado es recordar el whisky con seven up. Que asquito me ha dado.
Precioso el cuento.
Gracias.
Eyyyyy Phaskyy hace cuanto no te pasabas por aqui!!
EliminarGraaacias!!
pero si yo descubrí el güisqui con sevenup por tu sur,bueno por tu sur no, concretamente en una feria de abril por sevilla. Lo he puesto porque me pegaba pero yo la verdad es que frecuentaba más el bacardi con lima.
Beeesos.
Genial.
ResponderEliminarEso si, un poquito de añoranza por esos 17, con camino Soria y los Kortatu. (A mi me hacía saltar "la linea de enfrente".
No puedo ocultar que me gustaba (y me gusta) Kortatu y el ska. Ya sé lo que el sarri sarri significa pero en aquellos diecisiete daba igual todo. También me gusta la de "la asamblea de majaras ha decidido" que no sé como se llama la canción. Y la de nicaragua sandinista.
EliminarMe paso por tu casa a echar una ojeadilla a tus escritos... y tus fotos "de paisajes", que hace mucho que no me pasaba.
Abrazos.
Me fascina como escribes
ResponderEliminarasi de facil
nada mas que eso
Mil gracias.
ResponderEliminarCon lo dejao que tengo la blogosfera y me alegra un montón volver a ver a la gente que os prodigais menos por aqui.
Muaksssssssss
Es fascinante opinar crecer ser diferentes pero no tener miedo a hablar.decir siempre lo que se piensa con respeto sin lugar a dudas.... Me gusta tu nostalgia
EliminarMuy chulo.
ResponderEliminarHace mucho de los 17,pero leyéndote no parece tanto.Se recuerdan fácil.
¿cooooooomo lo llevas cocodrila?
EliminarQué tal tu vida??
Bueno ya lo decía violeta parra
Volver a los diecisiete
Después de vivir un siglo
Es como descifrar signos
Sin ser sabio competente
Volver a ser de repente
Tan frágil como un segundo
Volver a sentir profundo
Como un niño frente a Dios
Eso es lo que siento yo
En este instante fecundo...
que bonita esta canción!!!
Yo la verdad es que mi 87 y 88 que coincidió con mi tercero y mi COU disfruté como nunca, sacaba notazas, dejé todo lo relacionado con los numeros, empecé a salir hasta las tantas,coincidio que hacia deporte un pcoo más en serio...
Besos mil.
A mi Cunningham me suena a baile.
ResponderEliminarY la palabra "zagalicas" es anterior a tus diecisiete y desentona.
El resto llega porque ...hasta se huele.
se me habia pasado contestar a tu comentario!!
EliminarYo sigo diciendo zagalicas ahora que tengo treinta más!!
Gracias
Vaya relato, impresionante. Bravo, me ha encantado.
ResponderEliminarSe agradece. Abrazos.
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