Un hombre feo (un cuento)

Hace mucho tiempo conocí a un hombre sin nombre o al menos no me acuerdo. Cuarentón, enjuto, de mirada triste, voz lánguida y una manera de estrechar la mano como si tuvieras un pescado entre los dedos. Era alto, feo, un poco contrahecho, con una manera desgarbada de andar, como sin rodillas. Vestía atildado, en desuso, perfectamente afeitado. Y era educado, escrupulosamente educado, nunca una entrada sin buenos días ni una salida sin adiós.

Sus palabras se descolgaban babeadas desde unos labios gruesos, tenía el aliento gastado, no especialmente maloliente sino gastado. Su boca desprendía ese hedor que deja el último cigarrillo de Winston blando sobre el que te has sentado toda una mañana de reuniones aburridas. Era listo, y había alimentado el inteligente rumor de que era rico por familia y que solo trabajaba para entretenerse.

Tenía la encomiable habilidad de estar siempre de acuerdo con la mayoría, asentir sin descaro y detectar la última chorrada de management que engatusara a empresarios sin empresa. Era poco molesto, el consejero ideal para garantizar el quorum. Lo más curioso es que, la misma habilidad que desarrollaba moviéndose en las alturas directivas la tenía para aparentar que podía salvar el trasero de los míseros curritos con sólo levantar la mano… y además todos creían que lo iba a hacer.” No te preocupes tu ya sabes que siempre hablo bien de ti arriba”.

Ensalzaba a los jefes de grupo como si fueran mismos CEOs, hacía sentirse importantes a las secretarias que lo veían confiadas como un niño desvalido y que seguro que no jugaría al “tanga o braga” cuando se agacharan. Nuestro hombre gastaba tarjetas con logos incomprensibles que causaban no sé si la admiración o la perplejidad de sus atónitos clientes, que no sabían si tomarlo por un guru de la gestión, por un tonto de capirote o por alguien que les estaba tomando el pelo descaradamente.

Como buen experto en coaching solía dar charlas, conferencias las llamaba él. Sus charlas eran como una colage de la Wikipedia sazonada con citas ripiadas de cualquier libro de gestión 2000. Utilizaba unas plantillas resultonas, con cuadros explicativos de lo obvio y referencias de autores que hacían de lo trivial lo sublime y de lo olvidado lección de innovación.

Su curriculum estaba plagado de vicepresidencias y vocalías de organismos desconocidos a los que quizá había acudido un día en calidad de sustituto y de donde ya nadie se había molestado en echarle ni preguntarle porqué estaba allí. Si necesitabas de sus servicios no hacía falta llamarle, parecía estar siempre detrás de la puerta.

Aquella mañana hoy hace trece años, le reventé la cabeza con la escopeta de mi padre. Ni el juez, ni los tertulianos de la radio supieron dar razón de porqué lo hice. Como explicarles que simplemente lo hice porque me caía mal.