Ya sabéis, que de vez en cuando me gusta enseñaros espacios de belleza escondida de mi ciudad, esta ciudad que transcurre apoyada en el alfeizar viendo la gente pasar mientras su intimidad se arrebuja mar adentro agazapada tras los visillos. No son espacios ocultos, cerrados con mil llaves; aquí se vive más con las puertas abiertas y bastan tres golpes de aldaba para que,como en la casa de juana que cantaba Brassens (y versionaba Carlos y Alicia), no sea necesario enseñar pata blanca para entrar.
Pero no es menos cierto, que en este desdén lindante con la desidia que nos caracteriza, olvidamos a menudo genialidades, que por ser públicas y estar a mano, parecieran carentes de merito y brillantez. Ya os hable en otro post: del Fumador de mi admirado Pepe Cerdá en Ibercaja, de las calles realistas de Monge o del mural de Gay en el Principal; también os he presentado a Isabel Guerra la monjita que pinta niños como si fueran suyos y en fin, hoy he descubierto uno más, que añado al elenco de maravillas que me engatusan y que me ha impactado con la fuerza de una bofetada de apabile tanto por la obra como por el lugar en donde está. Estoy hablando del mural de Val Ortego en la capilla 2 del cementerio de Torrero.
No os puedo explicar muchas erudiciones porque no las sé, solo os cuento lo que me inspiran ese grupo de jóvenes mirando desde lo alto a la gente que estamos abajo. A todos aquellos que estamos a su vez, dando despedida a los que se van hacia arriba (o hacia los márgenes).
El cuadro retrata la vida como un momento figurativo entre dos abstractos, un paréntesis de luz entre dos zonas de sombras y claroscuros, retrata a los lados, unos lugares indeterminados como los que nos anteceden y nos esperan en las orillas de esta vida. La parte de luz se manifiesta para mi ladeada, con un desequilibrio hacia el nacimiento más que hacia la muerte, a la que los personajes miran de reojo.
El fondo aparece diluido, sin quitar protagonismo, mientras el telón de transparencias se abre a la escena. No podemos olvidar que no es un cuadro pegado sino encargado por el propio arquitecto, Fernando Bayo, para ese lugar. Y no sé si por azar o acierto, es por ello que la luz que se abre en lo alto hace también de arco de proscenio y pide sutilmente formar parte del retablo.
Me gusta también el cuadro de líneas que hacen los personajes. Un poco como las representaciones velazqueñas en donde las figuras conforman perspectivas y grupos distintos que retan al juego visual y de sentimientos del espectador. Una línea evidente que cruza en diagonal de arriba izquierda (persona de pie y de espaldas) hasta abajo a la derecha (los pies de la chica del sombrero); pero también una línea paralela de cabezas que se rompe con la figura del medio que está de espaldas. Veo también una equis que hace centro en el personaje cabizbajo y calvo que consuela o es consolado y como el grupo grande se descompone en pequeños subgrupos como si se tratara de formas distintas de sentir la pena.
“El cuadro es bonito, pero chico yo no sé si pega mucho aquí en plena capilla en un funeral” dijo mi santa madre, la Consuelo, como portavoz de lo que pensaban muchas personas mayores que miraban como avergonzadas el cuadro. Y es cierto que pueda dar esa sensación, con una carga fuerte de sensualidad, con sus cuerpos que enseñan una juventud bella y triste, con un dolor obsceno que apenas esconde su tristeza mientras se muestra hermosa y semidesnuda. Se sienten las lagrimas sin verse las caras ya que a penas se pueden apreciar sus rostros agazapados los unos en los otros.
A mi me trajo a la cabeza, El Jarama de Sanchez Ferlosio, Los ochenta son nuestros de Ana Diosdado y esa difícil relación entre la juventud y la muerte que se ven en los entierros de gente joven. Las caras preciosas rasgadas en lágrimas, trajes más de campo que de duelo, la mirada que se te escapa con admiración hacia las curvas hasta que te das cuenta del lugar en el que estás. La vida rota de manera inesperada sin tiempo todavía de adecuarse al luto.
Bueno disculpad el ataque de “intensismo pinturero” que me ha asaltado en esta madrugada de sábado. Más aun sabiendo tan poco como sé de pintura, pero el otro día fui a un funeral y me quedé absorto e impactado por la belleza del cuadro de Val Ortego. Me quedé pensando en todo lo que me inspiraba y me dije que tenía que escribir algo al respecto.
Como de costumbre no conozco de nada al pintor aunque sea de mi pueblo, debe ser que no me muevo por ambientes artísticos, pero bueno tened esto como apuntes de un espectador despistado e ignorante. Como dijo un amigo mío el otro día “soy de los que cuando le preguntan qué es el arte, contesta joderse de frio”.
Si queréis saber más, os dejo esta explicación que hacen autor y arquitecto de la obra en un video de youtube.
Os pongo también enlace a otras de obras del pintor y a estas otras (vi un blog con unos cuadros suyos de La magdalena pero no la encuentro, si alguien me da la pista se lo agradezco)
Curiosa composición.
ResponderEliminarAhora, el autor contándonoslo le ha quitado toda la magia que imaginar cupiese.
Mi primera reacción, ha sido contarlos, a ver si eran doce.
No lo conocía. Gracias.
ResponderEliminarEl cuadro es bonito y me da la impresión de mostrar una deriva mas sosegada que la muerte que imagino.
ResponderEliminarEs encaje lo que lleva la de azul?
vaya con los maños. Me parece, a pesar de lo que se excusa el pintor, que la carne joven da una medida superior de dolor. Recordamos a quien ha muerto dentro del cuerpo avejentado.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho
Vaya tambien yo me quede embelesada por la obra. Y,supongo,que el ambiente que se respiraba de verdadera tristeza,influyo.
ResponderEliminarSonia.